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¡Qué luz se disparó en mi mente! La Atlántida de Platón, ese continente negado por Orígenes y Humbolt, que situaron su desaparición entre los relatos legendarios. Lo tenía ahora ante mis ojos, llevando sobre sí el testimonio intachable de su catástrofe. La región así engullida estaba más allá de Europa, Asia y Libia, más allá de las columnas de Hércules, donde vivían aquellos poderosos pueblos, los atlantes, contra los que se libraron las primeras guerras de los antiguos griegos.
Así, guiado por el más extraño destino, hollaba bajo mis pies las montañas de este continente, tocando con la mano aquellas ruinas milenarias y contemporáneas de las épocas geológicas. Caminaba por el mismo lugar por donde habían caminado los contemporáneos del primer hombre.
Mientras yo intentaba fijar en mi mente cada detalle de este grandioso paisaje, el capitán Nemo permanecía inmóvil, como petrificado en mudo éxtasis, apoyado en una piedra musgosa. ¿Soñaba con aquellas generaciones ya desaparecidas? ¿Les preguntaba el secreto del destino humano? ¿Había venido aquí este extraño hombre para empaparse de recuerdos históricos y vivir de nuevo esta antigua vida, él que no quería ninguna vida moderna? ¡Qué no hubiera dado yo por conocer sus pensamientos, por compartirlos, por comprenderlos! Permanecimos una hora en este lugar, contemplando las vastas llanuras bajo el resplandor de la lava, que a veces era maravillosamente intenso. Rápidos temblores corrían a lo largo de la montaña causados por burbujas internas, ruidos profundos, nítidamente transmitidos a través del medio líquido resonaban con majestuosa grandeza. En ese momento la luna apareció a través de la masa de aguas y arrojó sus pálidos rayos sobre el continente sepultado. No fue más que un destello, pero ¡qué efecto tan indescriptible! El capitán se levantó, echó una última mirada a la inmensa llanura y me ordenó que le siguiera.
Descendimos rápidamente la montaña y, una vez pasado el bosque mineral, vi brillar como una estrella la linterna del Nautilus. El capitán se dirigió directamente hacia ella, y subimos a bordo cuando los primeros rayos de luz blanqueaban la superficie del océano.